
La falta de alegría en la era de la inteligencia artificial generativa
- Luis Angel Ortega
- Opinion
- 3 de octubre de 2025
Hace poco estaba recordando el programa del famoso pintor Bob Ross: The Joy of Painting. Durante 30 a 40 minutos, Bob nos enseñaba paso a paso cómo convertir un lienzo blanco en una obra de arte. Durante el camino nos recordaba que está bien cometer errores y que cualquiera, si quisiera, podría seguir sus pasos y crear la misma obra de arte. Este programa de origen americano se transmitía en canales de televisión públicos en aquel país, y en Reddit hay testimonios de personas que sí lograron recrear estas pinturas, probando que Ross tenía razón cuando decía “la imperfección es lo que hace que algo sea hermoso, eso es lo que lo hace diferente y único de todo lo demás.”
Pocas veces he tratado de pintar, pero este sentimiento yo lo relacionaba con la programación. Me tomó tres años de carrera encontrarle el gusto, pero conforme pasó el tiempo empecé a encontrar temas que me apasionaban y a apreciar el código de otras personas: ver la manera en la que alguien resolvió algo particular después de pasar un par de horas leyendo código en su repositorio, la diferencia entre las librerías que resuelven un mismo problema y, claro, ver algo que yo había creado después de horas ser usado por otras personas.
Al mismo tiempo en el que esto pasaba, se me dio la oportunidad de ser mentor en un club de robótica de una preparatoria. Esto consistía, mayoritariamente, en enseñar los fundamentos de programar con Java y a usar las librerías que necesitaba el robot. Esa fue mi primera experiencia frente a un grupo, yo no tenía la menor idea de cómo dar una clase así que las primeras sesiones fueron exponer solamente un tema, igual que en la universidad. El problema es que por la edad, y por la hora a la que tenía que dar la clase, no lograba mantener su interés y aquellos que me pusieron atención no acababan de entender el tema. Buscando una manera de comunicarme con ellos, hablar el mismo lenguaje, me di cuenta de que el gusto por el anime era el común denominador entre todos los que estábamos en aquel salón. Así que comencé a cambiar términos técnicos o ejercicios genéricos por ejemplos relacionados con anime: el ejercicio para practicar los condicionales pasó de ser un sistema de calificaciones a un simulador de citas simplificado. Los objetos pasaron, de ser automóviles o animales, a arquetipos de personajes en el anime. Con esto logré conectar con ellos y ellos lograron aprender lo que les quería enseñar. Esto me sembró la semilla de querer dar clases.
Varios años después de titularme como licenciado, tuve la oportunidad de dar una materia para la misma carrera de la que me había graduado, un exprofesor (ahora colega) mío me había recomendado para ello. Acepté con gusto y empecé a dar clases de la misma manera que lo había hecho con el club de robótica: como pude. Con este grupo encontré el lenguaje común de manera diferente, dándoles la oportunidad de expresarse sin censurarse frente a mí y ofreciéndoles mis consejos en el ámbito escolar y laboral. Ese semestre estuve entre los diez profesores mejor calificados de la Coordinación de Ingenierías, por lo que este año inicié mi maestría en educación, con enfoque en la educación en línea. Estaba seguro de que, si bien no sería mi trabajo de tiempo completo, llevaba años con ganas de dar clases. Ahora estamos a medio semestre con el segundo grupo al que le doy esta materia pero las cosas no podían ser más diferentes. En un año, el panorama de la inteligencia artificial ha avanzado mucho. Muchísimo. Tanto en lo técnico, con más modelos, más grandes y más herramientas para usarlos, como en la confianza de la gente con los mismos. Hace un año, en el trabajo, solía usar algún LLM para sacarme de alguna duda, resolver un error o crear un bloque pequeño de código. Ahora, la misma empresa nos da herramientas para que, con el ticket correcto, nosotros solo le demos la instrucción al chatbot y lo supervisemos mientras él resuelve el ticket en su totalidad. Fuera del trabajo, implementé un script para actualizar la sección de “últimas lecturas” del blog de acuerdo a mi cuenta de Raindrop. Pasé de idea a ejecución en una hora, pero no sentí ninguna sensación de logro por haberlo hecho.
Mis alumnos ahora utilizan alguna forma de inteligencia artificial generativa en todas las tareas y trabajos de la clase. Los ejercicios (diseñados para hacerlos reflexionar, investigar un tema o aprender a usar una herramienta) pasan: de la plataforma de la escuela a un chatbot y de vuelta a la plataforma. Pocas veces se puede ver que los alumnos hicieron la mayor parte del trabajo, la mayoría solamente leyó la respuesta que los modelos les generaron. Algunos no la leen, solo copian, pegan y, si hay que exponerla, leen las diapositivas.
En el trabajo, usada de la manera correcta, la inteligencia artificial es más eficiente para mí y para la empresa. Me da un mejor balance de vida personal y laboral. De esa misma manera, ¿por qué mis alumnos no la usarían en clase? Entregan lo que pido, resuelven los problemas y antes del examen estudian lo suficiente para pasar. Lo único que queda fuera de la ecuación es la alegría que sentía por enseñar. Este semestre, pocas veces la he sentido, y ,en esas ocasiones, fue con actividades precisamente diseñadas para que los estudiantes no pudieran usar ningún LLM. Pero esas actividades son difíciles de conceptualizar, en especial en esta área.
No sé si es una falla mía como profesor, por no esforzarme lo suficiente. No sé si es falta de saber. En la maestría, he comprendido que es necesario aprender a enseñar. No sé si mis estudiantes no deberían usar inteligencia artificial en la escuela, pues es algo que van a tener que usar en el campo laboral o van a estar en desventaja. No sé si es el sistema, que se tiene que reformar ante un cambio de paradigma. Lo único que sé es que ya no siento la alegría por programar o por enseñar. Ya no hay, como decía Bob Ross, errores que solamente son accidentes felices.
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